Ciencia y humanismo han de ser un brazo y no un muro que separa
razón y sentimiento.
Pablo
Picasso
Pues sí, puedo decir que yo me acuerdo del muro de Berlín. Mis
recuerdos datan de dos momentos y circunstancias diferentes: El día que
inició su construcción y el año en que fue derribado.
Era el 13 de agosto de 1961
y yo tenía unos 4 años cuando dieron la noticia por la TV de que en una
ciudad alemana se estaba iniciando la construcción de un muro. Me llamó
la atención que quisieran dividir a una ciudad en dos con una pared,
pero lo que más me impactó fue ver en la pantalla de nuestra televisión
marca Emerson (a forzoso ByN) la cara de algunos Berlineses llorando.
Pregunté a mis papás cual era el motivo de su llanto y ellos me
respondieron que estaban separando a la gente, a las familias y que
lloraban porque pensaban que jamás volverían a ver a sus familiares que
habían quedado del otro lado.
Sí me
impresionó y lloré solo de imaginarme el dolor de los niños que serían
separados de sus padres por obra de unos locos desquiciados. Ese
recuerdo de angustia y tristeza me acompañó muchos años y sólo mucho
después entendí que la intolerancia política era la causa de ese
absurdo.
El
siguiente recuerdo que guardo fue el haber cruzado ese muro en marzo de
1989, unos meses antes de que fuese derrumbado. Una misión sindical me
llevó a Berlín intentando recuperar una relación entre la infame UISTE
(Unión Internacional de Sindicatos de Trabajadores de la Energía), de
corte izquierdista, con el sindicato al que pertenecía en ese entonces,
el SUTIN (Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Nuclear).
Narro brevemente los dos mundos que ví en esa ocasión.
Llegué a
Berlín Occidental por tren desde Frankfurt y me hospedé allí una noche.
El plan era cruzar caminando, pues aunque uno podía llegar en tren
hasta Berlín Oriental, el boleto era demasiado caro, incluso más caro
que si consideraba pasar una noche en el lado Occidental.
Mi
primera impresión fue que Berlín del Oeste era una típica ciudad alemana
con sus altas y bajas, un poco sucia, pero con mucho color y vida. La
gente era amable y me trató con suficiente calidez (no obstante no saber
su idioma, excepto para pedir comida y agua: hamburger mit pomme
frit, mit wasser). Mi experiencia previa con alemanes en Alemania
era que no veían con muy muy buenos ojos a gente hablándoles en inglés
(o en español), pues unos 15 años antes había visitado Bonn para ver la
casa de mi muy admirado Ludwig Van.
Así
que al día siguiente me encaminé con mi maleta en mano hacia el Check
Point Charlie (ver mapa al final de la entrada), pues era el único
acceso para extranjeros, para cruzar el infame muro, hacia el lado
oriental. Tuve la oportunidad de contemplar parte de este icono de la
intolerancia por espacio de un par de kilómetros hasta que llegué al
punto de cruce.
Pasaporte e invitación en mano me aposté
en la caseta de vigilancia. Un guardia de rostro cerúleo revisó mis
documentos y me preguntó el motivo de mi visita, en un español bastante
champurrado, así que le pedí que mejor me hablara en inglés. Hecho lo
anterior me indicó que sólo podría hospedarme en alguno de dos hoteles
en la ciudad dedicados a extranjeros, el Grand Hotel y otro (cuyo nombre
no recuerdo).
Una vez cruzado este punto, el panorama
cambió drásticamente. La parte oriental de Berlín era limpia, muy
limpia. Tan limpia que carecía de color. Todo era de un tono entre
amarillo deslavado y gris claro; casas, calles, autobuses, edificios,
tiendas, etc. La falta de anuncios comerciales era mucho más que
notable. También se podía notar la ausencia de malvivientes, cosa que en
el lado occidental era parte del paisaje. No había perros, ni siquiera
delante de una cadena tirada por algún dueño. Todo lo relacionado con
tecnología, desde autos hasta radios tenían un estilo peculiar; entre
anticuado y rudo.
Tuve que tomar un autobús para llegar al
Grand Hotel. Aquí lo notable era el olor de la gente. Yo y mi mal olfato
pudimos notar que la gente no usaba desodorante. Y se le notaba triste,
ensimismada, casi como autómata.
Ya no se veían aquellos rostros con
lágrimas en los ojos por la separación de sus familiares. Esperaba ver y
revivir esos rostros que a través de la TV se habían fijado en mi mente
28 años antes. Pero eso sólo era un recuerdo. La gente aquí en Berlín
oriental no lloraba, pero tampoco sonreía; no se quejaba, pero tampoco
hablaba.
Fue sólo un par de días en Berlín del
Este lo que me llevó a entender lo injusto de este forzoso aislamiento.
No debería haber este nivel de intolerancia acicateada por el poder.
¿Era necesario separar a la gente sólo
por su régimen de gobierno? ¿Resolvió algo obligar a la mitad de la
población alemana a vivir bajo un régimen socialista sólo porque habían
perdido la guerra? No lo creo. Más
bien sirvió para sostener un sistema que en teoría podía ser bueno,
pero que en la práctica sólo podía ser sostenido mediante el
totalitarismo.
Por esto que viví y atestigüé desde el
mismo proscenio de los eventos, la noticia de que el 9 de noviembre
de ese año el muro ignominioso era derribado por miles de Berlineses
me llenó de alegría y exorcizó algunos de mis demonios de la infancia.
El mundo podía volver a soñar en estar
unido y en abandonar la intolerancia política.
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